• En cuanto entro al salón, se encuentra esa mujer vestida de blanco sentada sobre una silla con funda de tela de las que rentamos con mi tía. Se le ve cansada, pero más que cansada, sus ojos dan algo como que no cree lo que acababa de pasar. Con mis manos en las bolsas, la veo desde lejos. Cruza sus brazos, tomándoselos con las manos, para recargarse en sus muslos y respirar profundamente. Lo sé por como se movía su espalda y sus hombros. Ella es hermosa. Lo más bello que haya visto. Yo estoy igual, por los nervios que sentía al verla entrar en la iglesia hace horas.

    —¿Señor? —me pregunta uno de los meseros que estaban rejuntando todo lo que quedó —el libro de visitas está en aquella mesa —y me la señala cercana a la entrada principal del gran patio.

    —Gracias.

    —Felicidades —me dice cuando ya camina para terminar de levantar todas las mesas. Me acerco a la mesa que me señaló y abro el libro. La decisión de ella fue no envolverlo de tela y cosas blancas para que se pareciera más a una almohada en vez de a un libro, pues me decía que no era un bautizo ni una quinceañera. “Está bien”, fue lo único que le dije, para que sobre mis dedos, estuviera un libro ancho cubierto de una funda de alguna especie de piel artificial, de esas que están demasiado aterciopeladas para ser de verdad. Lo abro para ver la primera página y me encuentro un gran mazo de hojas dentro de un fólder guinda. Abro éste y comienzo a leer. Ya sabía lo que era, pero no sabia lo que decía.



    Sesión 20. 8:01 P.M
    Pluma destapada y papel listo.

    —Sí. Hay que temer de ellos como se temen de los que no saben que decir al alzar la mirada y caminan erguidos. Se siente que perdieron el camino y están en uno que el alrededor les dio. Siento lástima por ellos, mucha lástima. Originalidad y realidad van fusionadas como labios, palabras y besos. ¿Originalidad es hacer algo que los demás hacen, crear cosas que los demás crean o sentir lo que los demás sienten? Aquí el poder infinito de la elección entre dos avenidas: una da para la casa de tu familia y otra para la casa de tu novia, sin saber que se puede agarrar un taxi de diez pesos el pasaje que se queda contigo y te deja en las dos partes al mismo tiempo. Es que denoto cierto placer y sufrimiento en cada mirada que veo, pues las veo insatisfechas; y las pocas que logro ver completas en mayoría, las atraigo y me quedo a su lado y ellas al mío.

    Y continúa diciéndome:

    —Sí. Caminar en una calle me saca ideas del cofre. Y no, no soy poeta, menos escritor afamado por las masas, pero siento que lo que siento es real de alguna manera que algo me dice que verdaderamente lo es. Si me río, lo hago para sentirme bien, no para hacer sentir bien a los demás. Fingir la risa… ¡qué desperdicio de energía! No creo que pueda hacerlo más. “Todos tienen una mascara”, me dijo una vez un amigo, a lo que yo respondí moviendo la cabeza para decirle un grande, gordo, espinoso y reportado “No. Como los pantalones, se la pone quien quiere”.

    Las decisiones que uno toma son lo que hacen perfecto todo, o todo lo contrario; porque decir malo se toma como una costumbre comunitaria.

    Continúa diciéndome, tomando líquido de aquella lata roja entre sus manos.

    —A ver si llego al tren bala, para que me quite los achaques y me lleve a donde quiero llegar. Tengo boleto para dos, inclusive para tres o cuatro. Para cinco, no tengo idea —me dice con risitas y gestos raros, de esos que quitan la posibilidad de mentiras y te llevan a otro edificio donde todo es verdad —y si tengo oportunidad, para evitar el articular “chanza”, que me deje el méndigo tren en la estación más cercana, no en la que quiero… me sonó a canción.

    —¿Pero por qué no? —le pregunto a él.

    —Por que quiero caminar. Me encanta caminar. El caminar te hace más feliz ¿sabias? Te hace producir endorfinas y como que te activa. Avanzas a donde quieres, y te mueves tú solito. Es más, hasta puedes cargar a una persona en tu espalda cuando lo haces.

    —¿Que sea ella? —le pregunto interesado en su respuesta. Piensa un momento lo que me dirá, pero me responde sin dudarlo.

    —Si. Que sea ella. Específicamente ella.

    —¿Y tu familia? —le digo. Me impresionó claramente su respuesta. Madura y sabia, como si tuviera un aderezo después de comer alrededor de su boca de marca “lo se todo, imbécil”.

    —Mi papá que cargue a mi mamá. Mi hermana que sea cargada por alguien más. Mi hermana, la más pequeña, me la llevo de la mano. La que sigue, pues que le agarre la mano para que aprenda a recorrer largas distancias.

    Y se fue el sol.




    Sesión 21. 8:00 P.M
    Pluma destapada y papel listo, otra vez. Ahora no se me olvida apuntar la fecha. Lunes nueve de diciembre. El año no importa. Como siempre, él empieza.

    —¿Será que tengo algo que los demás no tienen? Se que todos somos únicos, pero ¿cómo es que sé lo que sé, cómo es que sé que lo sé y cómo es que lo utilizo todos los días? Tal vez, algo vi de niño que hizo que se conectaran el grupo de neuronas uno con el grupo de neuronas dos. Lo que sea que fuera, me alegro de ello. Me alegro mucho. Alegrarse. ¿De que hay que alegrarse? Yo me alegro de casi todo.

    —¿Hasta de las cosas negativas? —le pregunto.

    —Haaay… jhiii —me dice suspirando, con la mano en la boca por educación —lo malo es lo que debe de pasar para que aprendamos algo. Lo verdaderamente negativo es quedarse ahí y no ver que eso es para crecer, no para fregarte la vida —se queda pensante y me dice dudoso —¿dije malo?

    —Si. Lo dijiste.

    —¡Que madres! Bueno, ni modo. ¿Qué decía? ¡Ah, sí! de lo que veo y lo que sé. Siento que sé lo que sé por algo mayor a mis fuerzas y a eso mismo que sé.

    —¿Y qué es lo que sabes? —le pregunto.

    —No sé, pero sé que me cambia y me hace verdaderamente único y verdaderamente... yo. ¿Usted es usted?

    —Sí —le respondo —yo soy yo.

    —¿Y no fue feliz cuando al fin encontró su yo, su verdadero yo?

    —Sí. Lo sigo siendo.

    —Tal vez, por eso le dijo que “sí” su esposa. Ellas responden al verdadero yo, al que no duda y al que no piensa dos veces cosas relacionadas consigo mismo.

    —¿Seguridad? —le completo.

    —Neh. Es algo como eso, pero más grande y más poderoso. Tanto así, que abarca un yo completo —me levanta el pulgar y cierra su puño —que genial, ¿no?

    —Dime, ¿tú eres tu yo? —le pregunto con profundidad.

    —Si. Soy mi yo. Por eso siento que soy diferente. Mi yo lo descubrí hace mucho. El yo de un muy buen amigo mío es reciente, pero se impresionó demasiado cuando logró ver lo que pocos logran ver.

    —¿Y qué es eso?

    —El ver de qué está conformado su yo. El mío es una ensalada. El suyo ha de ser como un sillón para acostarse o una buena secretaria, de esas atentas que no quieren nada con usted más que su amistad.

    —El mío es música, pinturas, películas de amor, esa serie animada rara del tipo con el cabello puntiagudo y el samurai de pelo largo y con lentes; y por último, la comida francesa.

    —¡Qué definido! —me dice él impresionado —¿no le harta saber de qué está conformado?

    —No —le respondo —es bonito, pero sé que no es todo. Es... como una lista interminable de cosas que van más allá de lo material. No porque no me quiera desprender de ellas, sino porque, en cierto aspecto, me identifican.

    —Ya habla como yo —me dice entre risitas.

    —Si. Algo se me tenía que pegar de los días y las sesiones.

    —¡Ah, que usted y su yo tan usted! —dice mientras se talla los ojos —me dio hambre.



    Sesión 22. Viernes 14 de diciembre. 7:58 P.M.

    Pluma destapada y papel listo. Creo que por última vez, pues he visto mucha mejoría desde el primer día que vino, llorando y desorientado. Su mamá llegó ayer a mi consultorio y me dijo que veía ciertas mejorías en él también; comía, que eso ya es un gran avance. Se quejó de nuevo de que todavía se vestía de esa manera tan fachosa y rara, igual que el primer día que me lo presentó, pero pues así es él, para no decir que así son los de su generación, porque él no aplica dentro de esa catalogación. Para nada. El es otro bloque que no entra en ninguno.

    —Soñé con aquella vez que ella me dijo que sí.

    —¿Nada impropio?

    —No. ¿Para qué? Como dijo una sexóloga en la tele con la boca embadurnada de razón: “es mejor que medio mundo se masturbe, a que medio mundo tenga hijos que no quieren”.

    —Totalmente de acuerdo —le digo.

    —Pero no es de eso de lo que quiero hablarle —me dice emocionado —es de la invulnerabilidad.

    Me extraña su tema. No es algo común, pero en él nada lo es. Y comienza.

    —Veo a todos como que rodeados de una esfera hecha del plástico del que están hechas las bolsas de los mercados grandes.

    —¿Por qué? —le pregunto con interés.

    —Porque, sí, son frágiles, pero pues cuando se tiran, duran en la Tierra mucho más tiempo del que usted y yo tendremos vivos. No puedo entender cómo algo que sobrevive el paso del grandioso y omnipresente tiempo que todo lo desgasta, inclusive a los astros y estrellas y galaxias, no pueda sobrevivir a cosas como, por ejemplo, una separación o una pérdida o una muerte. Que los factores del destino, Dios, o como le quieran apodar, separen a uno de alguien es lo mejor que puede pasar. ¿Y sabe qué? Cuando lo “superan” es cuando se dan cuenta, en mayor o menor cantidad, de esto que le digo. El ser invulnerable es algo que todos pueden ser. Uno decide qué le afecta y qué no. Algo así como los modales a la hora de comer: para unos, comer con ocho cucharas de un lado de diferentes tamaños y nueve tenedores del otro, más los cuchillos para cortar no sé qué cosas especificas, es necesario para poder comer a gusto. Para otros, unos simples palillos bastan.

    —Ya veo lo que dices.

    —¿Es verdad o no? —dice mirándome.

    —Sí. Es verdad.

    —¡Pues claro que sí! Dios mío, la muerte no es muerte si no una especie de como movida de aquí para allá —señala para arriba —que es la misma distancia de allá para acá. Lo más importante de esa persona quedó dentro de todo aquel y aquella que lo o la conoció. Igual, al principio y sin saber esto, duele. ¿Pero que pasaría si se sabe esto antes de la muerte misma?

    —Te entiendo. Hubo un señor que pidió que en vez de que todo mundo estuviera callado en su velorio, pusieran un grupo de rock tocando sus canciones a todo volumen, eso para que llegara el “poder” que él sentía hasta allá arriba. El grupo es famoso ahora y el señor se... mudó... contento.

    Él se ríe y patalea del gozo de escuchar eso.

    —¿Ve? Ahí está. Esa es la prueba fehaciente: el saber da poder. El usar lo sabido dignifica, pues uno nunca aprende algo totalmente hasta que lo usa.

    Totalmente cierto. Tenía razón en eso. Tenia razón en cada una de las sesiones que tuvimos días atrás, excepto en la primera. Este chico es algo especial.

    Ya que lo acompaño a la sala de espera, había otros muchachos de su edad y dos chicas. Se levantan todos ellos en cuanto salimos, y una de ellas se acerca a él, lo abraza y entrelazan sus manos. Los demás le revolotean el pelo, quedándole igual de todas maneras. Peinado raro.

    —¿Ya? —me pregunta ella, la que se veía que era su novia.

    —Si. Ya —les respondo a todos. Uno de ellos toma la palabra y dice.

    —A ver, cooperen para la terapia de éste —y le pega en la cabeza. El chico de todas esas sesiones compartidas se ríe y los demás comienzan a sacar dinero de sus bolsas o de sus carteras.

    —No se preocupen por eso —les digo feliz.

    —Pues qué bueno por usted —me dice su novia —pero de todos modos lo va a aceptar.

    —Sí —dice otro —para que se dispare a usted mismo una pizza de las del tipo romano en la caja.

    Me río, pero siento algo más. Siento que hay algo fuerte entre esos cinco. Algo que no se describir y que siento casi olvidado con el paso de los años que recuerdo en menos de dos segundos. El más grande de ellos, tanto por aspecto como por la edad que suponía tener, toma el dinero de todos y saca un dólar de quinientos de su cartera.

    —Ahi le va, su quincena. Y pobre de usted que diga que no, porque o se lo lleva usted o su sexy secretaria de pelo anime —me dice, mirándola a ella y señalándola con el billete entre dedos. Se lo da finalmente a ella y aquellos cinco salen de mi consultorio. Mi secretaria, feliz por todo lo que ha pasado estos días, no se contiene de lo que ya se proyecta que comprará con ese dinero. Volteo a ver el reloj entre la columna y veo que marca las ocho quince.

    —Agarra las llaves. ¿Qué consultorio esta abierto hasta las ocho? —le digo para que se levante y me ayude a cerrar. Salimos. El viento esta frió y ella se abriga bien. Le doy vuelta a la llave dentro de la cerradura y la saco.

    —Te veo en enero —me despido de ella.

    —Adiós doctor. Nos vemos.

    —Feliz todo. Que te vaya bien en Ensenada.

    —Igual.

    Miro hacia arriba y el cielo esta de un azul oscuro penetrante y puro, por el sol que ya se metió pero todavía deja rastros de luz. Llego a la esquina y miro para los dos lados de la calle. Me quedo pensando con el celular en la mano dentro del bolsillo de mi gabardina y me digo a mi mismo: “¿Qué son seis cuadras?”.

    Saco la mano y me decido a caminar. Sigo pensando y pensando. Los días pasados no se me van de la cabeza. Simplemente, fue la mejor terapia que he dado. Ese chico estará en mi mente muchos días en el futuro. Un carro llega, ya con las luces prendidas por la oscuridad del día, y son los cinco que estaban en mi consultorio.

    —Hey doctor —me dice el chico asomando su cabeza por la ventana del asiento de atrás, y por supuesto, con su novia al lado —lo llevamos.

    —Así será, pero haremos escala en el café del centro —dice el que conducía, el mayor —éstos no pueden vivir sin café y las películas japonesas sin subtítulos que dan ahí.

    Me subo al carro, y se da la vuelta en medio de la calle para ir al dichoso café. Eso que tenían ellos que no lograba comprender del todo esta embarrado sobre cada centímetro de mí. Lo siento, y sabe a frapuchino de canela con menta y a pay de queso con limón.

    La mejor velada de mi vida.